El Carnaval de Tetuán, entre lo trágico y lo grotesco

El pintor Gutiérrez Solana fue cronista de excepción en el distrito

Doña Cuaresma y Don Carnal marcaron la vida de José Gutiérrez Solana ya desde su nacimiento, un 28 de febrero de 1886, domingo de Carnaval. Con cuatro años, la onomástica se volvía traumática tras un episodio en el que el pequeño José, solo en casa con la cocinera, vio cómo irrumpía en la entrada un espantajo con una careta de cerdo “y la harapienta vestimenta de las destrozonas”, sujetaba a la muchacha y robaba en el domicilio, lo que le produjo una crisis nerviosa y un trauma que se agudizó al año siguiente, cuando vuelve a sufrir un episodio similar.


Gutiérrez Solana, que compaginó la pintura con la escritura –y que fue “tan gran pintor como escritor”, según Camilo José Cela– tuvo pues en las máscaras y el Carnaval una de sus fijaciones temáticas, junto con los entierros, las procesiones, los lupanares o las “tabernas del morapio y los pajaritos fritos”. Por sus páginas y sus lienzos transitan mascarones, chulos, criadas, mendigos, prostitutas, traperos y, en general, toda la “golfemia” de su tiempo, que él captó con su personal expresionismo, a caballo entre lo trágico y lo grotesco.

Paseante por Tetuán

Husmeador de todos los rincones de aquel Madrid de las primeras décadas del XX, el excéntrico Solana recorrió intensamente los arrabales de Ventas y Tetuán para captar los tipos y las costumbres de la época. Como huellas de sus paseos por nuestro distrito quedan algunas obras relacionadas con el Carnaval, así como varios textos reunidos en sus obras 'Madrid Callejero', y 'Escenas y Costumbres'. En ambos describe con su crudo realismo cómo celebraban las Carnestolendas los que fueron vecinos de estas calles hace casi un siglo.


En el artículo 'Carnaval en Tetuán', el pintor llega a Cuatro Caminos en el tranvía que parte de la Glorieta de Bilbao, y comienza por fijarse en unos “famosos rascacielos que se inician”, en alusión a los edificios Titanic –construidos entre 1919 y 1921–. Ya desde la plataforma observa algunas máscaras vestidas de bebés y con caretas de trapo, “criadas que procuran fingir una alegría que no tienen”. También se va encontrando con familias dispuestas para la fiesta, y se cruza con los carros de la carne –“grandiosos como casas”, donde van las reses “ya desolladas y con el membrudo rabo colgando como vergajos”–, con las tiendas de ultramarinos, abiertas durante todas las fiestas o con las escuelas laicas que había en el número 8 de la calle de Juan Pantoja.


También describe minuciosamente cada disfraz que va encontrando: “Se ven en Tetuán muchos mascarones vestidos de mujer (…), a algunos se les ve el bigote a través de las rotas caretas”; hay otro “vestido de moro, con una toalla arrollada a la cabeza y la cara tiznada de corcho quemado”, y pasa también “un hombre jovial, con un levitón, un orinal y una escoba entre las piernas, como si fuera montado en un caballo”.


Ahora Solana se para en una bocacalle, donde “un mascarón, triste, habla con voz natural frente a las casas donde viven artesanos y artistas”. En esa zona del distrito, el aguador, el hojalatero y el carpintero conviven junto a “las covachas de los traperos”, que madrugan con su reata de burros “donde van montadas las traperas”.
Pero la fiesta sigue. Más allá aparece un hombre vestido de oso, con una cadena atada a su amo. La estampa no transmite excesiva alegría. Las máscaras “hablan con voz natural y parece que no se han vestido para hacer reír y entretener a la gente, sino para cumplir un deber sagrado con el Carnaval”.

El Carnaval en el Rastro

Del triste y casi solitario festival tetuanero salta al bullicioso y popular que se desarrolla en el Canal. Transcurre por el Rastro y la Pradera, hasta llegar al río donde enterrar las sardinas que muchos han comprado en las tiendas del camino, “a cinco céntimos para el entierro”. No todos las entierran: “Algunos más aprovechados se las comen crudas”.


Los mascarones en esta parte resultan más ostentosos, como el Tío del Higuí, “la máscara que nunca falta”: un hombre triste, con una caña de pescar en la que cuelga atado a una cuerda un higo, y que va “muy mal vestida con un pantalón y un delantal de saco y la cara con unos chafarrinones de aceite mezclado con hollín”. Divierte a los niños haciendo que cojan el premio con la boca y las manos como atadas a la espalda, aunque a Solana le parecerá una máscara “de una gran crueldad, pues se está las horas muertas haciendo trabajar a los inocentes niños”.


Luego llegan la comparsa de los lisiados, “compuesta por cojos vestidos de marineros”, la Murga gaditana, que canta toda la noche y produce “la indignación de los vecinos, pues la letra que cantaban, después de hartarse de vino, estaba llena de las más obscenas palabras, que repetían como energúmenos”; también la comparsa de los curdas, cuyas máscaras impúdicas y “su alegría salvaje e inconsciente de no tener sesos en la cabeza” apenan a Solana. Todo lo contrario que los niños, disfrazados con las ropas de sus hermanas y que son “los que tienen más gracia del Carnaval, con sus caras pintadas hasta la raíz del pelo, con corcho quemado y con los pies descalzos”.

En La Castellana y vuelta al distrito

El pintor distingue entre ese Carnaval desquiciado del foro y el de las afueras, y lo contrapone también con ese otro que se celebra en La Castellana, lejos del gentío callejero, y que apenas limita su presencia al desfile por el Paseo y a un pretencioso concurso de disfraces, donde “los padres de familia, hinchados de vanidad, llevan de la mano a sus hijos disfrazados para tener opción a un premio, al presentarse ante el Jurado en las tribunas de La Castellana”. En esta zona, por donde transcurre el desfile oficial, el Carnaval tiene “un aspecto más aristocrático y de tradición”.


A su regreso a Tetuán ya pasa por las prenderías –negocios de compraventa de prendas, alhajas o muebles usados– en las que, entre chatarra, sillas isabelinas y “sillones-cagaderos”, se encuentran “numerosos colchones que empeña la gente por necesidad y, a veces, para ir a los toros”.


Continúa con las máscaras. Le toca ahora el turno a las vestidas de cura, con levitas y un Cristo hecho con patatas y tiras de bacalao, que blasfeman contra el santoral mientras trasiegan vino; tras ellos, hombres vestidos de beatas, con rosarios fabricados con chorizos y que “besan la roña de los pies” de quienes van de fraile. La comitiva pasea por los múltiples teatruchos de madera y bailes en corralas, entre los que cita La Unión, El Barquinazo o La Enagua, y el narrador se para ante el letrero de un veterinario que aplica “sueros y vacunas. Especialidad en cojeras de males venéreos de mujeres”.


Como llueve en Tetuán “todo está sucio, el suelo lleno de barro y el cielo de un color desagradable, y entonces se ve la tristeza del Carnaval”. De nuevo la melancolía. Allá un payaso sin careta y con el disfraz empapado; otro, borracho, hablando con la pared; las criadas corriendo para entrar a los bailes y “distraer su aburrimiento”… precisamente a las criadas del distrito dedicará otro artículo, a sus formas de divertirse y al Ran-cataplán, el baile dominical por excelencia en estos predios.

Despedida en la plaza de toros

Llega el Miércoles de Ceniza y comienza la Cuaresma aunque, para el cáustico artista, “si te disfrazas todo está permitido y quién ha de notar si te has comido medio cabrito más o menos”. También corre el vino: “Todos os reconoceréis hermanos de la misma cristiandad y acataréis como al cofrade mayor a Baco y a su hija putativa la sardina”.


Este último día hay corrida en el antiguo coso, y Solana contempla un suceso no poco habitual en aquel albero de trágica fama: “Durante la lidia se tiró a la plaza una máscara borracha, con una bota de vino en la mano, y el toro la campaneó, corneándola fieramente y dejándola en el suelo, llena de sangre, como un pelele”. El artista también describirá las corridas en esta plaza con una minuciosidad no apta para estómagos sensibles, narrando episodios como la vez que se lidió un burro, aquel otro día en que un espectador murió por el estoque desprendido de un toro a medio descabellar, o las constantes peleas de un público vociferante y protestón. Tras la corrida, y antes de dar paso a Doña Cuaresma, las máscaras bajan a merendar a la arena, beben vino y bailan jotas. Solana cierra el cuaderno de notas y regresa a Cuatro Caminos, donde le espera un tranvía.

David Álvarez de la Morena



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